Sentada
en el inodoro, miraba con atención los dibujos que el polvo hacia en el suelo.
Pestañeaba pesadamente, saboreando ese nuevo pensamiento. Mi boca seca, gritaba un beso. Y en un ruego
silencioso, estire mi garganta al techo, imaginando el momento exacto de la
primera penetración.
Casi
escucho los sonidos que hacen estos cuerpos cuando chocan, casi siento las
manos que tocan mi piel. Ya jadeante, y con la cara empapada en sudor, decido
levantar mi bombacha y acomodar mis pantalones. Me paro, me miro en el espejo.
Los cachetes rosados, los labios húmedos, mi pelo erizado y algo de brillo en
la frente.
“Estoy bien
(me digo), ya vendrá” Abro la ducha, decidida a limpiar mi mente de
perversiones y morbos solitarios. Pero me arrepiento y dejo algunos. “Solo por
diversión”.
El día
comienza y hace calor. El agua de mi pelo moja mi remera, brindando fresca
satisfacción a mi pecho. Sonrío por eso. Corro mi cortina-puerta de baño y veo
como la bebé ha despertado. Y sonríe también, como cómplice secreta. Miro muy
adentro de sus ojos y creo que no es tan chiquita, veo sabiduría en esos ojitos
negros. Y lo lamento, porque sé que se ira pronto. Sé que cuando pueda armar
frases, ya no podrá explicar mis dudas universales. Arruga su nariz, y me
cierra fuerte los ojos. Tengo la mamadera
lista y cuando se la muestro, finge un desmayo. Me acerco, abre y cierra
sus manos. “Preciosa”. Le doy su leche, mientras acomodo su pelito en la frente pegoteada.
Hace calor. “Dios bendiga los ventiladores”.
Salgo al
patio, respiro fuerte para tragarme todo el aire de la mañana, asi nuevito.
Miro los árboles, deseando que el viento mueva sus hojas un poco. Espero. Nada.
Sin viento. Hace calor.
Voy hasta
la casa de adelante para despertar a todos. El susurro de los ventiladores me
obliga a andar más lento, como coreografiando mis pasos. Pongo la pava al
fuego. Prendo la computadora. Miguél Bosé. Y un poco de flores al aire. Chequeo
mis mails como una loca, sabiendo perfectamente que no hay ninguno. Busco en
Facebook, algún comentario bonito, algún gesto amable. Nada. Silencio en la
web. “¿No será usted un fantasma virtual?”. Prácticamente. Suspiro largo y
hondo. A trabajar.
Recibo al
panadero. Preparo el desayuno a los chicos. Cambio de canal, ese dibujito no
les gusta. Acomodo sus almohadas, la leche en la cama. Vuelvo al negocio, lo
abro. Se despiertan los habitantes de la casa. Empiezan los comentarios sarcásticos
para saber quien esta más hinchado. Me río. Vuelvo atrás, los visto. Salen a
jugar. Vuelvo al negocio. Repongo bebidas. Traigo heladitos. Me acuerdo de la
ropa. Prendo el lavarropas y me dispongo a lavar. Vuelvo atrás, levanto el
desayuno. Rocío el piso, barro. Vuelvo al negocio. Atiendo a tres personas. Con
dos me río. El último seguía durmiendo. Llegan del mercado, a organizar la mercadería.
Los nenes lloran, se están peleando. Los pongo en penitencia (porque es feo
pelear con los hermanos). Cuelgo la ropa. La beba gatea y se mete hojitas en la
boca. La persigo. La llevo atrás. Mira la tele mientras lavo los platos. Decido
que es mejor atar mi pelo, me molesta. Busco como una maniática una hebilla.
Finalmente una lapicera logra el mismo uso. Cambio de canal buscando música.
Bailo. La beba se ríe. Un beso sonoro y volvemos adelante. Planifico el
almuerzo y verifico los ingredientes. Voy con todos los chicos a la carnicería.
Les muestro las nubes, las flores, ese árbol nuevo que hoy esta más alto.
Porque seguro hoy tomo toda la leche. Pasa una mariposa y quedan maravillados.
Amo su sorpresa. Sonriendo llego a la carnicería, espero mi turno, controlando
que ningún chico se escape. Compro. Vuelvo. Preparo ese guiso que me sale tan
rico. Pico, pico, pico. Tapo la olla y
busco a los nenes. Me siento un segundo y fue suficiente. Ya soñaba despierta.
Ya me había vestido como en mil ocho diez y era la lavandera.
Riendo
atiendo el negocio, procuro sonreír a cada persona que llega a comprar. Listo
el guiso, a servir el almuerzo. Siete platos. Pienso en eso, en como agrande la
familia por puro gusto. Se me escapa una lágrima y sigo. Mi madre me ve y
aprieta los labios. Mueve la cabeza apenas y lleva una jarra de jugo. Me siento
a comer, pero alimento a los nenes. Cuando terminan, también terminaron todos.
Se levantan de la mesa. Entonces mastico rápido, para no comer sola. (Porque es
muy feo seguir comiendo una vez que todos se han levantado). Llevo a los
chicos a dormir la siesta y me recuesto
a su lado… y me voy con la mente.
Conozco a
un muchacho, con una barba de tres días. Amable, torpe. Con unos ojos tan
negros como los míos y hace pausas al hablar para mirarme. Y a mi me encanta.
Somos amigos, después somos amantes. Y terminamos siendo el amor del otro.
Sonrío ante mi esperanza… y suspiro deseando que realmente pase. Vuelvo a mi
realidad, se durmieron. Hace calor. Miro el techo y planeo hacerlo más alto.
Las paredes más firmes. Tal vez dos columnas. Y que bueno sería una o dos
habitaciones arriba. Una cocina bonita. Amplias ventanas. Ya me mude, estoy en
otra casa. Una que hice yo, trabajando duro. Con cerámica beige y paredes
blancas. Esmaltadas. Para que los chicos puedan dibujar y no sea difícil
limpiarlo. Tres pufs. Un patio techado. Suspiro otra vez.
Quiero
leer, quiero ver una película. Los chicos casi despiertan. Hago zapping. Nada
me convence, asumo que fue una perdida de tiempo. “A la noche escribo”.
Llaman.
Atiendo. Tres cervezas, dos helados, pan. Preparo la merienda mientras se
despiertan los chicos. Abren el negocio por mi. Pongo más ropa a lavar y me
pregunto seriamente si alguna vez terminare con eso. Vuelvo a la casa, miro a
mis hijos tomando la leche. Y charlan. Charlan. Me fascino por un instante y
tratando de imaginar que podría producir tan acalorado debate. Pero, escucho un
llanto.
Un llanto
que detiene cada hilo de pensamiento en mi mente. Se me pone la piel de gallina.
Miro por la ventana y veo a mi mamá abrazada a un desconocido. Llorando. Con
una agonía que me desgarra el corazón. Salgo corriendo a ver que sucede,
gritando. Lo que vi fue paralizante.
Un hombre,
con un arma en sus manos, apuntando ami madre mientras la empujaba dentro del
negocio. E inmediatamente se dirige hacia mi. Más sorprendida que aterrada, me
obligo a guardar silencio. No quiero que lo chicos vean semejante espectáculo.
En mi mente se suceden como torbellino imagines de este hombre (que no para de
insultar a cuatro vientos) agarrando a mi hijo de los pelos o amenazando a mi
hija para que no llore. Me invade el terror por un instante cuando me doy cuenta
que no puedo dejar de mirarlo. Se enoja, me grita. “ No me mires, la concha de
tu madre!!” Instantáneamente desvío la vista, coloradísima por el insulto. Ahí
nomás veo a mi hermano, en el piso atado, boca abajo. Me empuja y me dice que
me de vuelta. No quiero, bajo ningún concepto darle la espalda a este hombre. Me acomodo de manera de satisfacer su pedido
y mi necesidad. Busco con mis ojos, los ojos de mi hermano. Mueve la cabeza,
mirándome fijamente. El hombre hace un torpe intento de atarnos juntos. Veo que
sus ojos están más rojos de lo normal y sus movimientos demasiado lentos. Bajo
rápidamente la vista, recordando su orden. Entonces llegan gritos desde afuera.
Alguien le dice que unos chicos fueron a buscar a los vecinos. Automáticamente
me doy cuenta de que hay más, que no era el único invasor en la casa. Me mareo
al darme cuenta que no veía a mi hermana por ningún lado y empiezo una suplica
silenciosa para que mis hijos no salgan a buscarme.
Este
hombre, se va, llevándose antes la
CPU de la computadora. Tiros. Gritos de mi hermana. Una
mirada de terror cruzamos con mi hermano. Nos desatamos mientras corríamos y me
caigo. Mi hermano salta sobre mi y trata inútilmente de buscar su arma. Rengueo. Inesperadamente en mi mente aparecen
imágenes de mi hermana recién nacida, sus primeros pasos, ella bailando,
haciendo la tarea. Me invade el terror y esos metros me parecen eternos. Cruzo el portón y veo demasiada gente. Y ahí
esta ella, gritando en medio de la vereda. Inmediatamente la tiro al piso y
escucho más tiros. Ella pelea abajo mío y me golpea. Duro. Sin prestarle
atención veo a mi madre tirada en el medio de calle. Más y más vecinos salen.
Veo a los lejos como los muchachotes del barrio corriendo (en cueros) hacia los
ladrones. Espero. Escucho los gritos ininteligibles de mi hermana bajo mío. Me
levanto y palmeo minuciosamente todo su cuerpo en busca de sangre o golpes. No
tiene. Respiro. Empiezo a escuchar lentamente las voces de la gente en la
calle, los murmullos van creciendo. Me doy cuenta que mi mamá llora
desesperadamente en el piso de la calle todavía y veo un cuchillo tirado cerca
de ella. “¡Me tiró, el hijo de puta me tiró!” Dos vecinos la traen y la sientan
en una de las reposeras de la vereda. Esta histérica. Trato de preguntarle
algo. Pero ni yo lo logro, ni ella me escucha. La miro detenidamente y esta
ilesa. Una mancha de barro en las rodillas.
Busco a mi
otro hermano frenéticamente y no lo veo. Pregunto. El también salio a correr a
los ladrones. ¡Mis hijos! Me inundó la desesperación. Abro la puerta con la
misma velocidad que venía. Estaban los tres, casi sepulcralmente callados,
mirando Alladín. La imagen de los tres, completamente absortos en esa película,
me resulto totalmente surrealista. Me invadió una euforia inexplicable mientras
los besaba y abrazaba, daba gracias al cielo por su inocencia.
Suspiro
hondamente, mientras vuelvo al negocio. Policía. Testigos. Mi madre y hermanos
van a la comisaría. Una horda de curiosos se acercan a preguntar. Compran,
compran, compran. Termino tarde en la noche. Cierro. Ninguno de los habitantes
de adelante ha vuelto. Ceno con los chicos. Los miro. Sus ojos. Sus deditos.
Escucho su lenguaje, repleto de erres y tes. Inevitablemente sonrío. Pienso en
lo afortunados que fuimos. En lo
afortunada que yo fui. Ninguno de mis hijos estuvo en peligro ni vio en peligro
a su madre. Y lentamente lo sucedido va trasformándose en un cuento. Enumero
los hechos en mi mente. Los adorno. Los limpio. Imagino mi mente como un gran
mecanismo de engranajes que va ideando palabras para contar lo que me pasa. El
sonido metálico me ensordece. Vuelvo en mi. Los nenes se duermen.
Hace calor.
Dejo que el agua fría arrastre las sensaciones de vértigo del día. Respiro. La
espuma en mi piel hace que conocidas perversiones vengan a mi mente. Las retengo. Las estiro. Las disfruto. Siseando de placer, voy a la cama. Cierro los
ojos y veo a mi madre abrazada a ese hombre. Escucho los gritos y el llanto de
mi hermana. Sacudo mi mente, trato de pensar en las columnas, las paredes, las
habitaciones de arriba. Va apareciendo una idea, que casi se transforma en
certeza. “Me estoy volviendo loca”. Me duermo.
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