domingo, 11 de agosto de 2013

Amigo Mío:


            Hace un tiempo ya que no hablamos, pero me urge contarte algo que ha ocurrido el pasado domingo. Y si, sé que siempre me decís que compartimos mucho pero que en lo esencial discrepamos totalmente.  Siempre pensé que tenías razón, sin embargo, nunca consideré esa diferencia como importante. Siempre pudimos hablar, a pesar de estar enojados (y no, no te creo que no te enojas), a pesar de esperar más del otro. De alguna manera, sorteamos esas olas peligrosas en este mar en que se transformó nuestra amistad. Y sinceramente hoy me río de mi torpeza, de mi atroz ingenuidad, aún a pesar de haberme llevado puestos varios paredones por delante.
Estaba decidida  a demostrarte, me corrijo, a mostrarte que estabas equivocado. Que el mundo podía funcionar correctamente de la manera en que yo lo veía. Con esta mente hippie y este alma truncada, con aquello de paz y amor y vos… llorando en un Ferrari. Sin planearlo, el día quiso ir moldeando mi experimento. Los chicos corrían entusiasmados, mientras mamá preparaba los bolsos. Mi hermano llevaba canastas llenas de galletitas, facturas, equipos de mate. La conservadora era esencial, con este clima, repleta de hielo, gaseosas y algún que otro heladito. Íbamos a pasar el día en Punta Lara, allá, casi en La Plata. Cerramos todo, revise por décimo segunda vez haber llevado el factor solar y emprendimos viaje. Todos en el auto no entrábamos, así que Dany y mi hermano se fueron en la moto.
Salimos de la avenida y por una razón que desconozco (seguramente me dijeron pero estaría muy embobada con vaya a saber qué cuento), tomamos un camino que parecía sacado de una película asiática. Un sendero del ancho del auto, de tierra, con unos árboles inmensos formando una especie de cueva sobre nosotros. Miles de enredaderas que subían eternas con unas flores violetas o azules (no sabría decirte). Mariposas amarillas que volaban totalmente ajenas a nuestra interrupción. Mis bebés mirando por la ventana (con la misma cara que debía tener yo), como esperando que en cualquier momento saliera de esos bosques algún duende o ninfa para hipnotizarnos con su danza o lengua nativa.
Y ahí nomás te apareciste en mi mente, me preguntaba como reaccionarías en un lugar como este, sin un pelo de civilización a kilómetros de distancia. Con esta paz absoluta,  dónde solo nosotros quebrábamos ese silencio que es solo un silencio a penas, por que esta lleno de cigarras y murmullos del viento. Debo confesar, amigo mío, que me sentí como en casa.
El camino siguió, y lentamente fue transformándose en uno parecido al del siglo XXI. Alguna quinta por allí, algunas casitas por allá,  un poco más adelante pudimos ver una plaza, después un edificio, luego varios. ¡Ay! Pero mi mente seguía con aquel camino mágico, lleno de cositas que ya no se ven. Finalmente accedimos a la ruta que da al río, con esa calle bacheada provocando mi enojo, porque hace rato ( y se nota) que el municipio no me mueve un dedo por esa zona.
Sin embargo, todo lo ocurrido después ha sido tan desastroso, ridículo e innecesariamente triste que no supe cómo reaccionar. La mágica aventura aquí termina, dejando una horrible sensación de frustración. El bendito auto se rompió. Sí, se rompió. Imposible de arreglar en ese lugar y momento. Dany (que iba tras nuestro cual escolta), intento por todos los medios solucionar el “inconveniente”. De repente estábamos todos dispersos por el llano del costado de la ruta, buscando alguna cosa que pueda suplantar lo que se había roto. La imagen me pareció tan estúpidamente contradictoria que no pude ahogar mi carcajada. Por supuesto que me llovieron insultos no muy cariñosos. Es importante que resalte que en ese lugar no había ni un desgraciado árbol que pudiera cubrirnos del calor o recrear alguna brisa. Nada.
La primera reacción de todos fue dejar el auto y llegar a la playa (como sea). No era posible caminar esa distancia con los chicos, la realidad es que sin los chicos de todas maneras hubiera sido la muerte. Sin sombra y nada de brisa caminar los dos kilómetros que faltaban… No.
La solución llego de manos de mi madre, cuyo carisma nos salvó una vez más. Hizo una llamada. Prácticamente en veinte minutos llegó nuestro salvador. Montado en su Toyota Hillux, subió a mujeres y niños, devolviéndonos a nuestro hogar en media hora y sin ningún paseo maravilloso. Solo autopista y el aire acondicionado. Ninguno de los chicos profirió sonido. El silencio en ese viaje fue sepulcral. Cargado de emociones inconclusas dificilísimas de poner en palabras de manera tan inmediata. Tan solo mi madre en toda su inocencia se animo a pronunciar “estábamos tan cerca…”.
¿Cómo explicar el desaliento en cada uno de nuestros ojos, cuando (¡Ni siquiera!) los chicos profirieron una queja? Sinceramente no sabía si alegrarme de su buen comportamiento o quedarme con el corazón roto al ver que rindieran tan fácil ante la derrota. ¡O peor aún! Que estuvieran acostumbrados a ella.
El final del viaje, y mi pérdida en la discusión imaginaria, dejaron en mi una sensación rara que todavía no puedo (¿descifrar?) poner en palabras.
Más allá de todo esto, me resulta importante que supieras: muchas veces te llevo conmigo.

Y habiendo contado esta peculiar anécdota, me voy despidiendo… Tal vez, con un poco de buena ventura, pase poco tiempo desde que leas esto hasta que puedas escucharme. Y yo a vos, claro. El monólogo puede ser interesantísimo, aunque después de un tiempo dan ganas de que tenga la boca ocupada. I know that.


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