Hace un tiempo ya que no hablamos,
pero me urge contarte algo que ha ocurrido el pasado domingo. Y si, sé que
siempre me decís que compartimos mucho pero que en lo esencial discrepamos
totalmente. Siempre pensé que tenías razón,
sin embargo, nunca consideré esa diferencia como importante. Siempre pudimos
hablar, a pesar de estar enojados (y no, no te creo que no te enojas), a pesar
de esperar más del otro. De alguna manera, sorteamos esas olas peligrosas en
este mar en que se transformó nuestra amistad. Y sinceramente hoy me río de mi
torpeza, de mi atroz ingenuidad, aún a pesar de haberme llevado puestos varios
paredones por delante.
Estaba
decidida a demostrarte, me corrijo, a
mostrarte que estabas equivocado. Que el mundo podía funcionar correctamente de
la manera en que yo lo veía. Con esta mente hippie y este alma truncada, con
aquello de paz y amor y vos… llorando en un Ferrari. Sin planearlo, el día
quiso ir moldeando mi experimento. Los chicos corrían entusiasmados, mientras
mamá preparaba los bolsos. Mi hermano llevaba canastas llenas de galletitas,
facturas, equipos de mate. La conservadora era esencial, con este clima,
repleta de hielo, gaseosas y algún que otro heladito. Íbamos a pasar el día en
Punta Lara, allá, casi en La Plata. Cerramos todo, revise por décimo segunda
vez haber llevado el factor solar y emprendimos viaje. Todos en el auto no
entrábamos, así que Dany y mi hermano se fueron en la moto.
Salimos de
la avenida y por una razón que desconozco (seguramente me dijeron pero estaría
muy embobada con vaya a saber qué cuento), tomamos un camino que parecía sacado
de una película asiática. Un sendero del ancho del auto, de tierra, con unos
árboles inmensos formando una especie de cueva sobre nosotros. Miles de
enredaderas que subían eternas con unas flores violetas o azules (no sabría
decirte). Mariposas amarillas que volaban totalmente ajenas a nuestra
interrupción. Mis bebés mirando por la ventana (con la misma cara que debía
tener yo), como esperando que en cualquier momento saliera de esos bosques
algún duende o ninfa para hipnotizarnos con su danza o lengua nativa.
Y ahí nomás
te apareciste en mi mente, me preguntaba como reaccionarías en un lugar como
este, sin un pelo de civilización a kilómetros de distancia. Con esta paz
absoluta, dónde solo nosotros
quebrábamos ese silencio que es solo un silencio a penas, por que esta lleno de
cigarras y murmullos del viento. Debo confesar, amigo mío, que me sentí como en
casa.
El camino
siguió, y lentamente fue transformándose en uno parecido al del siglo XXI.
Alguna quinta por allí, algunas casitas por allá, un poco más adelante pudimos ver una plaza,
después un edificio, luego varios. ¡Ay! Pero mi mente seguía con aquel camino
mágico, lleno de cositas que ya no se ven. Finalmente accedimos a la ruta que
da al río, con esa calle bacheada provocando mi enojo, porque hace rato ( y se
nota) que el municipio no me mueve un dedo por esa zona.
Sin
embargo, todo lo ocurrido después ha sido tan desastroso, ridículo e
innecesariamente triste que no supe cómo reaccionar. La mágica aventura aquí
termina, dejando una horrible sensación de frustración. El bendito auto se
rompió. Sí, se rompió. Imposible de arreglar en ese lugar y momento. Dany (que
iba tras nuestro cual escolta), intento por todos los medios solucionar el
“inconveniente”. De repente estábamos todos dispersos por el llano del costado
de la ruta, buscando alguna cosa que pueda suplantar lo que se había roto. La
imagen me pareció tan estúpidamente contradictoria que no pude ahogar mi carcajada.
Por supuesto que me llovieron insultos no muy cariñosos. Es importante que
resalte que en ese lugar no había ni un desgraciado árbol que pudiera cubrirnos
del calor o recrear alguna brisa. Nada.
La primera
reacción de todos fue dejar el auto y llegar a la playa (como sea). No era
posible caminar esa distancia con los chicos, la realidad es que sin los chicos
de todas maneras hubiera sido la muerte. Sin sombra y nada de brisa caminar los
dos kilómetros que faltaban… No.
La solución
llego de manos de mi madre, cuyo carisma nos salvó una vez más. Hizo una
llamada. Prácticamente en veinte minutos llegó nuestro salvador. Montado en su
Toyota Hillux, subió a mujeres y niños, devolviéndonos a nuestro hogar en media
hora y sin ningún paseo maravilloso. Solo autopista y el aire acondicionado.
Ninguno de los chicos profirió sonido. El silencio en ese viaje fue sepulcral.
Cargado de emociones inconclusas dificilísimas de poner en palabras de manera
tan inmediata. Tan solo mi madre en toda su inocencia se animo a pronunciar
“estábamos tan cerca…”.
¿Cómo
explicar el desaliento en cada uno de nuestros ojos, cuando (¡Ni siquiera!) los
chicos profirieron una queja? Sinceramente no sabía si alegrarme de su buen
comportamiento o quedarme con el corazón roto al ver que rindieran tan fácil
ante la derrota. ¡O peor aún! Que estuvieran acostumbrados a ella.
El final
del viaje, y mi pérdida en la discusión imaginaria, dejaron en mi una sensación
rara que todavía no puedo (¿descifrar?) poner en palabras.
Más allá de
todo esto, me resulta importante que supieras: muchas veces te llevo conmigo.
Y habiendo
contado esta peculiar anécdota, me voy despidiendo… Tal vez, con un poco de
buena ventura, pase poco tiempo desde que leas esto hasta que puedas
escucharme. Y yo a vos, claro. El monólogo puede ser interesantísimo, aunque
después de un tiempo dan ganas de que tenga la boca ocupada. I know that.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario