Camino muy rápido,
estoy agotada. Demasiados meses en vilo, demasiadas noches en vela. Y ya no
puedo evitar esas lágrimas correr por mis mejillas.
En la
puerta limpio mi cara como puedo, saco una sonrisa del bolsillo y voy con
ellos.
Están jugando, saltan en la cama tirándose con peluches. Cuando me ven, me abrazan tan fuerte que me tiran al suelo, me río y quedo como una enorme
tortuga panza arriba. El bebé dentro mío patea fuerte, quejándose. Me acomodo y
los como a besos, los abrazo fuerte.
Tengo tanto
miedo...
Miedo a
dejarlos solos, a que crezcan sin mí. La angustia otra vez me invade y trato de
contenerme.
“Tu bebé
tiene taquicardia. No es grata su estadía en tu vientre. Hay que ayudarlo a
salir:”
Muy cuidadosas las palabras de la doctora. No
puedo dejar de pensar en estas dos semanas de más que duró mi embarazo. Y en cómo
ninguno de los médicos quiso forzar lo que debía ser natural.
Los visto,
los baño en repelente. Preparo su almuerzo y ruego al cielo que no sea la última
vez…
Los siento
en sus sillas altas, son enormes y pienso en lo fuertes que van a ser cuando
crezcan. Quisiera decirles algo, algo que recuerden por siempre, algo que les
sirva en sus vidas, algo para que no tengan miedo ni sufran nunca…
¡Son tan chiquitos!
Me decido
por una carta, que escondo en su armario, entre su ropa. Me tranquilizo un poco
y llega la hora de la siesta.
Cada uno en
su camita, corro la cortina azul oscureciendo
su cuarto. Les canto la canción del caballo verde y la del hospital de los
muñecos. Se duermen, plácidos y felices.
“Por favor,
Señor, si algo me pasara… si mi cuerpo no pudiera hacer frente a este
parto… te suplico, te ruego, no permitas
que les falte Amor. Por favor, que vivan contenidos y cuidados. Que siempre estén
cálidos y nunca hambrientos. Y por favor, que nunca les falte un abrazo.”
Agarro mi
bolso, acaricio mi vientre, este bebé me devuelve una patada. Sé que es fuerte,
sé que es enorme, puedo sentirlo. Por un momento la felicidad me invade, por
fin voy a ver su carita, voy a tocar sus deditos, voy a saber si es nene o
nena…
Subo al
auto, repaso cada cosa que aprendí antes. La respiración, la importancia de
estar relajada. Ahorrar fuerzas en todo momento… sentir a tu bebé dentro tuyo…
ayudarlo a nacer…
Me internan
enseguida, y empiezan la inducción. Hay dos practicantes que me acompañan todo
el tiempo, las hago reír, les cuento anécdotas…
Más, la
droga que me inyectaron no hace efecto, las contracciones no llegan. Aumentan
la dosis. Pasa otra hora y nada sucede.
Dejan pasar
a mamá y está asustada. Le sonrío mucho, para que no se preocupe. Sé que no
logro calmarla.
Duplican la
dosis. Leves contracciones apenas estimulan la dilatación. La doctora de
guardia decide romper la bolsa. Y todo cambia, me invade una ola de
contracciones y me dilato por completo. Los doctores no lo esperaban y empiezan
a correr. Escucho que llaman a más obstetras y un cirujano. El dolor es
insoportable y no puedo respirar. No logro siquiera quejarme, me mareo. Siento
el traquetear de las ruedas de la camilla deslizándose sobre cerámicas debajo
mío, empujan puertas que se abren una y otra vez. Logro agarrar una mano y la
aprieto fuerte, para que no se vaya. Necesito desesperadamente ese contacto. No
puedo entender como estamos tan lejos de la sala de parto.
“¡No pujes,
mamá. No pujes!”
Me gritan,
están desesperados. Abren mis piernas, mucho, demasiado. Veo unos fórceps que
agarra un doctor que no había visto antes.
“Dios mío, dame fuerzas. No puedo. Dame
fuerzas.”
“¡Ahora
Mamá, Ahora!”
Pujo con todo mi ser, veo las caritas de mis
hijos en mi mente, empujo más fuerte y ya no siento nada. Un silencio palpable,
donde todo se detiene por un segundo que dura mil años…
Un grito
nace desde mi garganta y no logro ahogarlo. Invado la habitación con un sonido
que ya no es el mío.
Desisto.
Mi cabeza
cae hacia atrás, ya no puedo más. Cierro los ojos, y ellos están cada vez más
lejos… escucho un llanto… un llanto!!!
“Acá esta,
mamá, es una nena.”
Apoyan a esta bebé rechoncha en mi pecho,
llora y se mueve para todos lados, agarro su manito y se calma, se acurruca y
se duerme por primera vez en mis brazos. Me invade este abrumador sentimiento
de posesión cuando su piel me dice que es mi hija.
“Bienvenida, Clarita”
Los
doctores se van quejándose de que no eran necesarios, la doctora se asombra por
el tamaño. Se la llevan para limpiarla, me desbordan las lágrimas… No quiero
soltarla… Tiemblo. Una neonatóloga me lo dice, cinco kilos, un milagro. Un
parto hermoso. Todos sorprendidos, comentan por todos lados el acontecimiento.
Me limpian, me envuelven. No tengo fuerzas, me duermo con un “gracias” en los
labios.
…
Dos días
más tarde, vuelvo a casa. Abrazo a mis hijos y los lleno de besos. Me parece
que han crecido un metro cada uno. Les presento a su hermanita y se fascinan.
Sonrío con todo mi ser. Nunca antes me sentí tan aliviada y tan completa.
Busco la
carta que guarde entre sus ropitas y la guardo en un cofre de viejos papeles.
Algun día, pienso, será parte de un cuento. Hoy con ellos… estoy yo.
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