domingo, 28 de julio de 2013

Nunca Antes

Camino muy rápido, estoy agotada. Demasiados meses en vilo, demasiadas noches en vela. Y ya no puedo evitar esas lágrimas correr por mis mejillas.
En la puerta limpio mi cara como puedo, saco una sonrisa del bolsillo y voy con ellos. 
Están jugando, saltan en la cama tirándose con peluches. Cuando me ven, me abrazan tan fuerte que me tiran al suelo, me río y quedo como una enorme tortuga panza arriba. El bebé dentro mío patea fuerte, quejándose. Me acomodo y los como a besos, los abrazo fuerte.

Tengo tanto miedo...

Miedo a dejarlos solos, a que crezcan sin mí. La angustia otra vez me invade y trato de contenerme.
“Tu bebé tiene taquicardia. No es grata su estadía en tu vientre. Hay que ayudarlo a salir:”
 Muy cuidadosas las palabras de la doctora. No puedo dejar de pensar en estas dos semanas de más que duró mi embarazo. Y en cómo ninguno de los médicos quiso forzar lo que debía ser natural.

Los visto, los baño en repelente. Preparo su almuerzo y ruego al cielo que no sea la última vez…
Los siento en sus sillas altas, son enormes y pienso en lo fuertes que van a ser cuando crezcan. Quisiera decirles algo, algo que recuerden por siempre, algo que les sirva en sus vidas, algo para que no tengan miedo ni sufran nunca…

 ¡Son tan chiquitos!

Me decido por una carta, que escondo en su armario, entre su ropa. Me tranquilizo un poco y llega la hora de la siesta.
Cada uno en su camita, corro la cortina azul  oscureciendo su cuarto. Les canto la canción del caballo verde y la del hospital de los muñecos. Se duermen, plácidos y felices.

 “Por favor, Señor, si algo me pasara… si mi cuerpo no pudiera hacer frente a este parto…  te suplico, te ruego, no permitas que les falte Amor. Por favor, que vivan contenidos y cuidados. Que siempre estén cálidos y nunca hambrientos. Y por favor, que nunca les falte un abrazo.”

Agarro mi bolso, acaricio mi vientre, este bebé me devuelve una patada. Sé que es fuerte, sé que es enorme, puedo sentirlo. Por un momento la felicidad me invade, por fin voy a ver su carita, voy a tocar sus deditos, voy a saber si es nene o nena…
Subo al auto, repaso cada cosa que aprendí antes. La respiración, la importancia de estar relajada. Ahorrar fuerzas en todo momento… sentir a tu bebé dentro tuyo… ayudarlo a nacer…
Me internan enseguida, y empiezan la inducción. Hay dos practicantes que me acompañan todo el tiempo, las hago reír, les cuento anécdotas…
Más, la droga que me inyectaron no hace efecto, las contracciones no llegan. Aumentan la dosis. Pasa otra hora y nada sucede.
Dejan pasar a mamá y está asustada. Le sonrío mucho, para que no se preocupe. Sé que no logro calmarla.
Duplican la dosis. Leves contracciones apenas estimulan la dilatación. La doctora de guardia decide romper la bolsa. Y todo cambia, me invade una ola de contracciones y me dilato por completo. Los doctores no lo esperaban y empiezan a correr. Escucho que llaman a más obstetras y un cirujano. El dolor es insoportable y no puedo respirar. No logro siquiera quejarme, me mareo. Siento el traquetear de las ruedas de la camilla deslizándose sobre cerámicas debajo mío, empujan puertas que se abren una y otra vez. Logro agarrar una mano y la aprieto fuerte, para que no se vaya. Necesito desesperadamente ese contacto. No puedo entender como estamos tan lejos de la sala de parto. 

“¡No pujes, mamá. No pujes!”

Me gritan, están desesperados. Abren mis piernas, mucho, demasiado. Veo unos fórceps que agarra un doctor que no había visto antes.
“Dios mío, dame fuerzas. No puedo. Dame fuerzas.”

“¡Ahora Mamá, Ahora!”

 Pujo con todo mi ser, veo las caritas de mis hijos en mi mente, empujo más fuerte y ya no siento nada. Un silencio palpable, donde todo se detiene por un segundo que dura mil años…
Un grito nace desde mi garganta y no logro ahogarlo. Invado la habitación con un sonido que ya no es el mío.
Desisto.
Mi cabeza cae hacia atrás, ya no puedo más. Cierro los ojos, y ellos están cada vez más lejos… escucho un llanto… un llanto!!!

“Acá esta, mamá, es una nena.”

 Apoyan a esta bebé rechoncha en mi pecho, llora y se mueve para todos lados, agarro su manito y se calma, se acurruca y se duerme por primera vez en mis brazos. Me invade este abrumador sentimiento de posesión cuando su piel me dice que es mi hija.
“Bienvenida, Clarita”
Los doctores se van quejándose de que no eran necesarios, la doctora se asombra por el tamaño. Se la llevan para limpiarla, me desbordan las lágrimas… No quiero soltarla… Tiemblo. Una neonatóloga me lo dice, cinco kilos, un milagro. Un parto hermoso. Todos sorprendidos, comentan por todos lados el acontecimiento. Me limpian, me envuelven. No tengo fuerzas, me duermo con un “gracias” en los labios.
Dos días más tarde, vuelvo a casa. Abrazo a mis hijos y los lleno de besos. Me parece que han crecido un metro cada uno. Les presento a su hermanita y se fascinan. Sonrío con todo mi ser. Nunca antes me sentí tan aliviada y tan completa.
Busco la carta que guarde entre sus ropitas y la guardo en un cofre de viejos papeles. Algun día, pienso, será parte de un cuento. Hoy con ellos… estoy yo.


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