viernes, 23 de agosto de 2013

La Belle Époquê


 ¿Puede ser el paraíso tan nefasto? 
Si a pesar del tiempo y los odios, estoy con vos y me río. 
Te miro y nos conozco tanto. Y hay algo en medio de todo eso, algo que no sé muy bien con qué tiene que ver.
Quizás con alivio, quizás con descanso, quizás con Perdón.
Algo que tiene que ver con familiaridad.
Porque conoces mi cuerpo tan bien, y mi alma mucho más. Porque me adivinas el pensamiento y me dejas bailando.
Porque mis culminaciones con vos son definitivas, porque no importa como estemos o que seamos, hay un vínculo fuerte, un equipo aquí.
Y siento muchas cosas, muchas tan calmas. Tantas ganas de hablarte, de tenerte en mí un poco.
Y es loco, y no tanto. Porque has sido mío (y ya no) Nuestras manos, y piel se entienden perfecto. Pero más se entienden nuestros ojos, en nuestro silencio.
Dormí, no me molesta. Usa tu tiempo, yo uso el mío. Somos libres en este encuentro, que no durará más que un paréntesis. Hasta que los planetas se alineen, una vez más.
¿Qué te digo? ¿Hasta luego?
Si mi vida es tan esporádica… tan corrida, tan volátil.
Nada de mi te asusta, más que yo misma.
A beautiful mess.
Hay siglos de complicidad aquí, incluso en nuestras guerras.
Me pregunto, ¿Cuántas veces te habré elegido? ¿Cuántas veces la gente no ha entendido?
Es tan rara, tan excéntrica nuestra unión…
Hace rato que deje de ser una niña… y sin embargo… (Somos reincidentes en esta historia)
He roto mil reglas, también vos, lo sé.
Traes el infierno y el paraíso en tus manos. Y tanto te he odiado y tanto te he amado.
Un profundo entendimiento, un profundo respeto, un cariño sin par.

Un amor de época.


lunes, 12 de agosto de 2013

El Día que el Cuento se Rompió.

Y me quede un rato con mi larga trenza mirando el balcón. Y esperé. Por un tiempo no pasó nada. Todo igual. ¡Y mi torre parecía tan alta! Comencé a aburrirme. Deje caer el rollo pesado de esa trenza eterna, siempre dispuesta para quien quisiera escalar la torre. Ya caminando en círculos dentro de mi “pequeña” estancia. Llena de mis libros favoritos, calentita, con mi mullida cama y mis encantadoras cortinas…
Me acerqué al espejo. Pude ver que era hermosa. ¿Quién no querría estar conmigo?
Seguí mirando, pude entender que era inteligente. ¿Quién me evitaría acaso?
Pude darme cuenta que era encantadora ¿Quién no vendría a buscarme si siempre tengo una palabra amable?
Seguí mirando y vi también que era simpática, elocuente, decidida, firme, tierna, graciosa, ingenua, valiente, valiosa. ¿Para que, entonces, seguía esperando?
Mire a través de mi ventana y pude ver ese horrible cielo tempestuoso, lleno de grises y azules intensos y ese dragón empecinado rondando ese azul… y algo pasó. Algo cambio en mí.
Ese horizonte me sedujo.
Cansada de ver a aquel dragón comprendí que no era miedo lo que sentía, sino que estaba acostumbrada a su presencia de aquel lado.
Busque unas tijeras, me corte la estúpida trenza. Y me sentí libre y floté un instante. Con la sonrisa llena, y el pecho repleto de coraje, abrí la puerta de mi habitación y comencé a bajar las angostísimas escaleras espiraladas, presa de una euforia atroz. Dando vueltas sin sentido, casi sin aliento llegue al magnífico patio en ruinas.
Y me vió, aquel gigante alado supo lo que iba a hacer. Por un segundo vi el terror en sus ojos. Pero no lo detuvo, avanzo hacia mí en un rugido y con un zarpaso me tiro hacia dentro otra vez.
Rasgó mi preciosísimo vestido púrpura, con mis moños de raso rosa deshechos.
Lloré y pensé seriamente en volver a subir.

¡No!

Furiosa por mi atuendo, le saque al cadáver huesudo aquella espada que no parecía tan pesada, pero lo era, y sosteniéndola con fuerza empecé a cortar el aire a ami alrededor. El dragón se acercó a mí lo suficiente como para que lo hiriera y la sangre salpico mi cara. La sorpresa lo distrajo lo suficiente para poder lastimarle un ala al caer. Escupió fuego y aterrorizada clave la oportuna espada en su lomo.
Puedo jurar que vi amor en sus ojos antes de que la luz se opacara en ellos.
Lloré también, por haber matado a la única compañía que había tenido a cambio de mi libertad. Y empecé a entender que tan alto podría ser el precio. Un rencor anidó en mi, pequeño al principio, hacia aquel príncipe que no llegó nunca y hacia aquel caballero que se dejó matar.
Una vez más, considere abandonar todo y volver a mi cálida estancia, llena de mis libros favoritos, mi cama mullida y mis encantadoras cortinas.

¡No!

Sacudí mi ropa, como si la sangre ya no estuviera ahí, como si el polvo de mi cara no importara, como si mi pelo no fuera un completo desastre.
Caminé hacia las altas murallas. No había puertas. Escalé, cayendo mil veces, raspándome los codos y rodillas unas quinientas veces y después de haber perdido todas las uñas, llegué arriba.
No tenía opción. No podía bajar de otra manera: me tiré.
En un grito mis piernas fallaron y caí de bruces sobre el pasto. Con los tobillos hinchados, pensé otra vez, en aquel cobarde príncipe que nunca fue a buscarme.
Arrastrando seguí camino, ya sin considerar en volver. Porque de ninguna manera iba a escalar esa muralla de nuevo.
Ante mi crecían unos rosales magníficos, con un perfume abrumador, un rojo casi cruel. Y unas espinas…
Rengueando y con los antebrazos en la cara para proteger algo de mi belleza, comencé a avanzar. Las heridas ardían y lentamente la sangre iba tiñendo mi vestido.
Lamenté seriamente no haber pasado la espada hacia este lado, para abrirme camino.
Con mi cara empapada en lágrimas y sudor, llegue a cruzarlo todo.
Por primera vez las rosas me parecieron las flores más horribles que pudo haber creado Dios. Y las odie. Y odie al cobarde príncipe marmota que nunca llegó. Y odie mi estúpida esperanza de encontrarlo. Y odie mi tiempo perdido en esperarlo. Y me encontré allí, habiéndolo atravesado todo SOLA.
Y llena de cicatrices por ello.
Completamente lastimada y con mi pulcritud pérdida, comencé a anhelar esa euforia que sentí al bajar las escaleras.
Mire mis manos, antes delicadas y suaves. Ahora curtidas y sin uñas.
Miré mi vestido, antes hermoso y correcto, ahora puras hilachas sueltas, bañadas en sangre, polvo y sudor.
Miré mis cabellos, antes brillantes, largos, etéreos. Ahora áspero, sucio, desparejo.
Mis zapatos rotos y mi alma hecha pedazos.
Todo lo que yo era comenzó a morirse. Ya no más amable, elocuente, simpática. Ya no más tierna, graciosa, ingenua. Ahora independiente, autónoma, entera.
Caminé como pude, pero con ojos secos y el mentón bien alto.
Treinta o cincuenta pasos.
Un magnífico corcel se paró delante de mí dejando bajar al más maravilloso adonis de la tierra. Un deseo atroz de venganza comenzó a invadirme y pude sentir cómo la ira aplacaba mi voz. Vi compasión en sus ojos y me preguntó si podía ayudarme. “Su caballo” le dije.
“Este lugar está maldito y los animales se vuelven en contra de uno. Entre allí solo. Y no lleve armas, porque debilitan el cuerpo con su peso. Dicen que del otro lado hay una princesa que lo espera. Apúrese. Y no lleve zapatos, así le demostrará lo sagrada que es su existencia”
El muy idiota me cedió su caballo y sus zapatos. Y se fue feliz hacia la contienda.

Hoy, ya no lo espero. Ni quisiera encontrarlo. Un regocijo viene a mí, cuando pienso en las heridas que les proporcionaron las asquerosas rosas o las caídas de la muralla. Lamento todos los días haber matado al dragón, solo por no tener la fantasía de que lo hubiera devorado. He oído por ahí que hay un príncipe loco, buscando una princesa de una torre vacía. Y que visita a brujas que le conjuren un mapa o una brújula para encontrarla.
Yo solo sonrío satisfecha, porque ya no soy esa princesa dependiente del príncipe salvador. Y mis sueños son otros. Y mis alegrías también.
Pero que satisfacción siento al saber que hay un príncipe por allí, que espera impaciente que su princesa aparezca.

domingo, 11 de agosto de 2013

Amigo Mío:


            Hace un tiempo ya que no hablamos, pero me urge contarte algo que ha ocurrido el pasado domingo. Y si, sé que siempre me decís que compartimos mucho pero que en lo esencial discrepamos totalmente.  Siempre pensé que tenías razón, sin embargo, nunca consideré esa diferencia como importante. Siempre pudimos hablar, a pesar de estar enojados (y no, no te creo que no te enojas), a pesar de esperar más del otro. De alguna manera, sorteamos esas olas peligrosas en este mar en que se transformó nuestra amistad. Y sinceramente hoy me río de mi torpeza, de mi atroz ingenuidad, aún a pesar de haberme llevado puestos varios paredones por delante.
Estaba decidida  a demostrarte, me corrijo, a mostrarte que estabas equivocado. Que el mundo podía funcionar correctamente de la manera en que yo lo veía. Con esta mente hippie y este alma truncada, con aquello de paz y amor y vos… llorando en un Ferrari. Sin planearlo, el día quiso ir moldeando mi experimento. Los chicos corrían entusiasmados, mientras mamá preparaba los bolsos. Mi hermano llevaba canastas llenas de galletitas, facturas, equipos de mate. La conservadora era esencial, con este clima, repleta de hielo, gaseosas y algún que otro heladito. Íbamos a pasar el día en Punta Lara, allá, casi en La Plata. Cerramos todo, revise por décimo segunda vez haber llevado el factor solar y emprendimos viaje. Todos en el auto no entrábamos, así que Dany y mi hermano se fueron en la moto.
Salimos de la avenida y por una razón que desconozco (seguramente me dijeron pero estaría muy embobada con vaya a saber qué cuento), tomamos un camino que parecía sacado de una película asiática. Un sendero del ancho del auto, de tierra, con unos árboles inmensos formando una especie de cueva sobre nosotros. Miles de enredaderas que subían eternas con unas flores violetas o azules (no sabría decirte). Mariposas amarillas que volaban totalmente ajenas a nuestra interrupción. Mis bebés mirando por la ventana (con la misma cara que debía tener yo), como esperando que en cualquier momento saliera de esos bosques algún duende o ninfa para hipnotizarnos con su danza o lengua nativa.
Y ahí nomás te apareciste en mi mente, me preguntaba como reaccionarías en un lugar como este, sin un pelo de civilización a kilómetros de distancia. Con esta paz absoluta,  dónde solo nosotros quebrábamos ese silencio que es solo un silencio a penas, por que esta lleno de cigarras y murmullos del viento. Debo confesar, amigo mío, que me sentí como en casa.
El camino siguió, y lentamente fue transformándose en uno parecido al del siglo XXI. Alguna quinta por allí, algunas casitas por allá,  un poco más adelante pudimos ver una plaza, después un edificio, luego varios. ¡Ay! Pero mi mente seguía con aquel camino mágico, lleno de cositas que ya no se ven. Finalmente accedimos a la ruta que da al río, con esa calle bacheada provocando mi enojo, porque hace rato ( y se nota) que el municipio no me mueve un dedo por esa zona.
Sin embargo, todo lo ocurrido después ha sido tan desastroso, ridículo e innecesariamente triste que no supe cómo reaccionar. La mágica aventura aquí termina, dejando una horrible sensación de frustración. El bendito auto se rompió. Sí, se rompió. Imposible de arreglar en ese lugar y momento. Dany (que iba tras nuestro cual escolta), intento por todos los medios solucionar el “inconveniente”. De repente estábamos todos dispersos por el llano del costado de la ruta, buscando alguna cosa que pueda suplantar lo que se había roto. La imagen me pareció tan estúpidamente contradictoria que no pude ahogar mi carcajada. Por supuesto que me llovieron insultos no muy cariñosos. Es importante que resalte que en ese lugar no había ni un desgraciado árbol que pudiera cubrirnos del calor o recrear alguna brisa. Nada.
La primera reacción de todos fue dejar el auto y llegar a la playa (como sea). No era posible caminar esa distancia con los chicos, la realidad es que sin los chicos de todas maneras hubiera sido la muerte. Sin sombra y nada de brisa caminar los dos kilómetros que faltaban… No.
La solución llego de manos de mi madre, cuyo carisma nos salvó una vez más. Hizo una llamada. Prácticamente en veinte minutos llegó nuestro salvador. Montado en su Toyota Hillux, subió a mujeres y niños, devolviéndonos a nuestro hogar en media hora y sin ningún paseo maravilloso. Solo autopista y el aire acondicionado. Ninguno de los chicos profirió sonido. El silencio en ese viaje fue sepulcral. Cargado de emociones inconclusas dificilísimas de poner en palabras de manera tan inmediata. Tan solo mi madre en toda su inocencia se animo a pronunciar “estábamos tan cerca…”.
¿Cómo explicar el desaliento en cada uno de nuestros ojos, cuando (¡Ni siquiera!) los chicos profirieron una queja? Sinceramente no sabía si alegrarme de su buen comportamiento o quedarme con el corazón roto al ver que rindieran tan fácil ante la derrota. ¡O peor aún! Que estuvieran acostumbrados a ella.
El final del viaje, y mi pérdida en la discusión imaginaria, dejaron en mi una sensación rara que todavía no puedo (¿descifrar?) poner en palabras.
Más allá de todo esto, me resulta importante que supieras: muchas veces te llevo conmigo.

Y habiendo contado esta peculiar anécdota, me voy despidiendo… Tal vez, con un poco de buena ventura, pase poco tiempo desde que leas esto hasta que puedas escucharme. Y yo a vos, claro. El monólogo puede ser interesantísimo, aunque después de un tiempo dan ganas de que tenga la boca ocupada. I know that.


viernes, 9 de agosto de 2013

Migraña.


Perdida. Las voces llenas de silencios. Mi cabeza retumbante. Mis ojos latientes.  Esta voz que no surge, que no sale. El vacío. La nada. El mundo lleno de inexistencias, los retardos. Las ausencias.
La casa vacía, este frío, poderoso frío. Mi piel demasiado sensible, demasiado fugaz su toque.
El sol brilla, a pesar del invierno. Y es todo tan oscuro!
Mis manos tiemblan, mi corazón retrocede… este palpitar de mis ojos, este dolor en mi mente.
Letargo, tedio.
Lágrimas conquistadas, vacíos retenidos.
Lentitud, todo es pesadez.
Corro, corro, corro. Mis ojos van a estallar, mi respiración pastosa.
Puedo escuchar las grietas abrirse despacio.
Los quiebres de mi cabeza, en un retumbar hiriente.
Cada centímetro cúbico de mi sangre arrasa hirviendo mis venas.
Duele. Cada pensamiento duele.
Cada ruido.
Cada luz.
Cada voz.

Y se rompe, se fisura mi euforia. Sueño al fin.

domingo, 4 de agosto de 2013

Muñeca Muerta, Muñeca Rota.



Con mis manos hice una muñeca para vos. Rosadita, de gesto imperfecto, de zapatos azules y vestido haciendo juego, de brazos flacos y trenzas escuetas. Con ojitos cerrados y una sonrisa grotesca. 
La amaste, desde la primera vez que la tuviste en tus brazos la amaste.
Y me gustó tu alegría… Pero me daba vergüenza, porque a mis ojos, la muñeca era fea. Era flaca. Era burda. Era triste.
Y en lugar de llenarme de tu gozo, empecé a idear el momento para arreglar sus defectos, buscando tu distracción para robar a tu amiga y mejorarla.
Cuando lo conseguí, cambié sus ojos cerrados, por  unos simpáticos ojos grandes llenos de luz.
Cambié su sonrisa grotesca, por un delicado gesto amable con una boca pequeña.
Cambié su vestido, agregué moños a su pelo simplón…
Y te la entregué, esperando el doble de devoción a tu magnífica amiga.
Pero lo que percibiste al verla fue deformidad y se reflejó en la calidad de tu grito.
Un grito de impotencia, cargado de lágrimas.
Un grito de acusación.
Un grito de abuso.
Un grito de traición.
Me rompió el corazón.
No quisiste mirarla, no quisiste tocarla. Llorabas sin consuelo.
Yo había matado a TU AMIGA.
Arranqué sus ingenuos ojitos cerrados, que en mis manos no eran más que hilos enredados. Ojitos que ya habían compartido tu sueño, confiando en tu compañía.
Suprimí su boca, esa que seguro ya te había hablado de hadas y duendes, sólo para coserle una que a mis ojos diera satisfacción.
Cambié su cabeza… ¡hasta su identidad hice trizas vistiéndola como lo que no era!

Invadí tu espacio, hija. Tu amor por esa muñeca. La maté, te robé su amor.
No supe ver que en todo lo que yo veía fealdad y ridículo, encontrabas armonía, amor, seguridad.
La creé con mis manos, y con mis manos la maté.
No puedo explicar las veces que intenté revivirla para vos, las veces que ensayé la ingenuidad de sus ojitos cerrados o su sonrisa enorme. Ni cómo traté vestirla como antes.
Cómo vos la veías.
Tantas tardes pasé tejiendo y destejiendo tu amistad…

Lo sé, fui yo.
Perdoname.

Sintiéndome la peor madre del universo, por última vez, cerré sus ojitos, dibujé su gran sonrisa, rehice su vestido. Y la dejé sobre la mesa. Rendida en mi impotencia.
Hija, vos la viste.
Te acercaste, interrogante… La miraste y con una gran sonrisa de alivio, de júbilo… la abrazaste.
Lloré al ver que vos veías la esperanza. De que a pesar de todas las veces que tu muñeca había cambiado, encontraste en ella eso que te surgió la primera vez.
Lloré al entender, que no importa lo que otros digan, sino lo que vos sientas.
Lloré al aceptar que mi vanidad me hace cometer los errores más tristes.
Lloré porque una vez más, me enseñabas lo pequeña que soy al lado tuyo.

Lloré, hija, porque me perdonaste.

viernes, 2 de agosto de 2013

Vida sin Amor (?)


Aquello del saber y del desconocer son a veces tan confusos que me resultan hasta promiscuos.
 En los momentos de catarsis, en los que uno se mete muy dentro de la nada, y logra fusionarse con ese yo oculto en una estática de pensamientos a base de lentitud... Será entonces...
¿Paz?
 En ese universo pautado del yo con uno mismo, en donde se convive sin culpas, sin apuros, en ese rinconcito de la mente que sólo unos pocos pueden llegar (no por inteligencia, sino por una paciencia cuasi autista) donde uno se relaja y se olvida de enrededor, como entrando a esta dichosa burbuja que muchas veces he mencionado, es de mugres internas (que no huelen tan mal) y penas pasadas (que ya no lloran) ... la de cicatrices de alma, del tiempo...

¿Hemos tenido ya el corazón roto? 

¿Hemos conocido fielmente el amor puro y verdadero de cuentos de hadas?
En esa soledad, puede uno sincerarse y responder... Aún no sé si he amado. Trágicamente esa duda solo me lleva a la firme negativa.
¿Conoceré ese sentimiento algún día?
¿O es que acaso no ha nacido en este mundo la persona que me desboque el alma y el sistema nervioso? Con mi familia ya hecha, con mis hijos creciendo... me pregunto...
¿Como puedo enseñarles a que nunca se conformen con menos de eso? 
Con ese amor loco y arrasador que no puedes ignorar. La vida es mucho más excitante si la recorres enamorado.
¿¿¿Certeza???

Demonio y Ángel



Cientos de demonios, en el auge de su aquelarre, danzantes, eufóricos en su horror, bañados en sangre excitados, hambrientos, furiosos. Envueltos en una parca oscuridad, salpicada por las llamas del mismísimo infierno. El espectáculo era sencillamente hipnótico.
Tanta pasión, tanta desesperación.
Y este ángel que cubría su luz con un enorme sobretodo negro, solo para espiar. Trataba con todo su ser y no lograba entender.
¿Qué tendría de fascinante aquello?
Todo ese ruido, la sangre, demonios devorándose, montándose unos a otros. Cientos de cuerpos confundidos y zigzagueantes. El placer de sus caras, el disfrute ante el dolor propio y ajeno…
Uno en particular, aquel de piel morada y andar sensual, que reía y gritaba de felicidad eufórica.
Ese, al que le brillaban los ojos, cada vez que se arrancaban un miembro.
Ese, que disfrutaba más que los otros.
Ese que aspiraba el aire viciado de carne rostizada, como si fuera el más dulce de los perfumes…
¡Ay! Ese.
Y aquí nuestro ángel, con sus ojos aguamarina, tratando de entrar en la esencia del demonio.
Se hizo sentir, se dejó conocer por su admirado. Y con una respuesta silenciosa, ese demonio buscó la mirada aguamarina y le sonrió…
Fue una sonrisa incitante, como de alguien que comprende. Fue cómplice y sensual, Sucio y entusiasta.
Más, nuestro ángel no tenía más talento que su luz. Con necesidades nulas y por completo desprendido de todo ser o cosa. Sin ningún apego o talento o (vale decir) pasión. Toda esta exacerbada demostración le resultaba fascinante. O así habría sido, de haber tenido la capacidad de asombro.
Lo que sintió el demonio venir desde este híbrido curioso fue algo muy parecido a la envidia y regocijándose hasta la médula culminó en un frenesí caníbal ante esta sensación de poder sobre el iluminado.
Y entre la incomprensión de uno y el triunfo del otro, entre la franca crueldad y la forzada piedad hubo un instante de entrega mutua. Una visión sostenida de ambos en profunda y recíproca fascinación. Entre los silencios de uno y los estruendos del otro, se creó (inevitable) un magnetismo armónico, donde uno era más y otro era menos.


Se pertenecieron. 

El Gato Mufa

Íbamos caminando por la orilla de una playa, cuando a lo lejos encontramos un barco encallado, en ruinas.
Y vos, hija, me preguntaste “¿Qué le habría pasado?”
Después de vagar siglos, por las mareas del océano, este barquito vacío vino a encallar en estas playas, donde justo, nosotras caminamos, sólo para que yo te pueda contar esta historia.
Historia inventada a medias… de un marino rabioso, que una vez amó.
¡Ah! Pero este marino, hija, no era como vos y yo. Este marino era un gato.
Un gato bastante antipático.
Le encantaba estar en su barco, viajando por continentes… no tanto para conocerlos (porque de tierra firme, pocas cosas le atraían), sino por el agua en sí.
A Mufa, que así se llamaba, le encantaba estar sobre el vaivén de las olas. Sentir la brisa mover su pelaje. Incluso cuando las nubes le tapaban el sol y todo parecía más siniestro. Porque a Mufa, no le gustaba la gente.
Le molestaba tener que hablarles,  o que le hablaran. Por supuesto que todo tiene una razón, Mufa había nacido negro. Y ya sabés lo que dicen…
 ¡Los gatos negros, traen mala suerte!
Y este gatito creció creyendo que era cierto.
Nadie en su familia pasaba tiempo con él. Lo alimentaban rapidito. Casi no le hablaban. Lo dejaban siempre solo. No porque no lo quisieran, sino por que le tenían miedo. Pero Mufa, no entendía eso. Sentía que algo debía andar muy mal con él.
Entonces, los odio a todos. Creció enojado. Solo. Sin amigos. Sin abrazos. Y si ningún talento para relacionarse con los demás. Hablando con pocas palabras. Mirando siempre de lejos.
En el agua, sin embargo, se relajaba. Porque, como sabes, hija, todos los gatos le tienen miedo al agua. A Mufa le pareció muy lógico encontrarse cómodo en un lugar que a otros les parecía tan horroroso.
¿Y sabes qué, hija?
Mufa pensaba que el mar era maravilloso. Le encantaba. Lo calmaba. En el mar, Mufa era Capitán de un barco. En tierra firme, Mufa, era el gato que daba mala suerte.
Pasó el tiempo, y Mufa se hizo adulto. Un día conoció a una gatita, que no huyó apenas lo vio. Y si bien, Mufa no la adoraba (de hecho, le caía bastante mal), decidió que era su mejor oportunidad para tener su propia familia. Así que, se casó con ella. Y tuvieron un gatito.
“¿Cómo se llamaba?”
Se llamaba Dulce.
Sin embargo, este no era un final feliz para Mufa. El pequeño Dulce creció, teniendo miedo a su papá. Y Mufa no se le acercaba porque veía el terror en sus ojos. Entonces, se alejaba cada vez más de su familia. Se quedaba muy poco tiempo, en su casita en el bosque. Y siempre volvía al puerto, a su barco. Y hacía largos viajes en silencio. Con el murmullo de las olas.
Dulce, el hijo de Mufa, creció y se convirtió en un gato súper amable, paciente y atento. Sin embargo había una gran distancia entre ellos. No lograban relacionarse.
Después de un tiempo, Dulce conoció a una gatita muy pequeña (que se llamaba Tití) y a su joven madre. Y Dulce se enamoró. Cuando las conoció, supo en su corazón, que ellas dos eran su familia. Eran muy felices viviendo los tres juntos.
Hasta que llegó el día en que Mufa volvía de uno de sus largos viajes en el mar, para encontrar que en su casa había nuevas personas. A la primera que conoció fue a la pequeña Tití. Y para sorpresa de Mufa, la gatita no tuvo miedo.
Porque lo que no te dije, hija, es que Tití también era negra como la noche. Pero nadie le había dicho jamás que ella daba mala suerte. Al contario, estaba acostumbrada a muchos mimos y atenciones.
Mufa no recordaba en su memoria de gato viejo, que alguien lo hubiera mirado con la misma intensidad que esa gatita. Con la misma inocencia. Y sobre todo, con la misma confianza.
Con sus ojitos enormes, lo capturó. Y Mufa sintió unos deseos irrefrenables de jugar con ella y hacerla feliz.
Nadie había escuchado a Mufa reír a carcajadas, pero Tití lo lograba fácilmente. La pequeña gatita conseguía cierta magia con él, había como un secreto entre ellos.
Y para sorpresa de toda la familia, Mufa ya no viajaba tanto. Pasaba mucho más tiempo en casa, y si bien, no hablaba mucho con los otros, cambiaba bastante cuando estaba con Tití.
“¿Se transformó en su abuelo?”
Claro, hija. Mufa ahora tenía una nieta. Pasaron muchos años, y Mufa se hizo muy viejito. Un día enfermó y ya no pudo recuperarse. Tití lo acompañó todo el tiempo. Ella le contaba historias, le leía cuentos. Lo entretenía con anécdotas graciosas…
 Hasta que un día, Mufa murió.
Tití se puso muy triste, y estuvo enojada muchos días. No hablaba con nadie, ya no reía.
Entonces, Dulce habló con ella.
“Estaba muy triste, mamá.”
Sí, hija. Pero lo que Tití no sabía, es que ella le había regalado lo más hermoso que alguien le puede dar a otro. Y fue la capacidad de amar. Tití iluminó la vida de Mufa, llenándola de risas, de color, de frescura. Mufa jamás volvió a sentirse solo después de conocerla. Y murió feliz. Porque se sintió amado y cuidado por ella. Sintió que era importante. El nunca había sentido eso.
Cuando Dulce se lo explicó, Tití se sintió en paz. Y de a poquito, volvió a reír y a jugar. Y a tratar de contagiar esa alegría a otros, porque entendió lo maravilloso que puede ser encontrar una cara amable en un mundo de miedos.
“¿Y qué pasó con Tití mamá?”
Tití creció hija. Y tuvo hijos. Y fue feliz. Y de vez en cuando pasea con alguno de ellos y les cuenta historias también, mientras caminan por alguna playa. Una playa casi como esta.