Estaba
desparramado en el piso, con el sudor en la frente y restos de vómito en su
ropa. Y ella lo vio así, tan quieto, tan lejos de sí mismo. Cantidad de fotos
suyas en el piso, en la cama, sobre los muebles… le había roto el corazón. Y no
sabía como remediarlo. Con el alma en la mano, se abalanzo sobre él y lo abrazó.
Lo arrastró
hasta la ducha, sacando su hedionda ropa. Lo bañó. No despertó en ningún
momento.
Sentado
sobre los azulejos, desnudo, mojado e inconciente, fue una de las imágenes más
adorables que jamás quiso recordar.
Limpió su
habitación, cambió las sábanas, sacudió el polvo, guardó las fotos…
Lo acostó y
besó cada parte de su cuerpo dejando un surco de lágrimas sobre su piel.
Amaba a ese
condenado, con todo lo que ella implicaba.
Si, estaba
sola y triste. Y el mundo no significaba nada para ella.
Era infeliz
y egoísta y condenadamente hermosa.
Con treinta
y nueve años, se había revolcado con cuanto pantalón quiso. Ninguno duró demasiado, porque nadie había
querido quedarse el tiempo suficiente. Con ese carácter altanero e hiriente,
siempre precoz en las discusiones y esa lengua-rebenque. Mala. Cruel. Con la
voluntad de hierro que venía en combo con su soledad e independencia.
Todavía
buscando al tipo que la conmueva, el que logre tocar un pedacito de su alma.
Sin saber si existirá o simplemente estaba en su mente. Ya sin esperanza, ni
siquiera resignación… iba pasando de cama en cama solo para abastecerse y sin
siquiera preguntarse… con sus propias reglas, con sus propios lemas. A su ritmo
y conveniencia. Era un hombre.
Una Puta.
Ese titulo
le hacia cosquillas adentro. Porque de una extraña y retorcida manera, la
enorgullecía.
Sola.
Hasta
ahora.
Este triste
alcohólico significaba más para ella de lo que podría confesar.
<no me importa lo
que hagas, solo quiero vivir mirándote>
Un par de
palabras tontas y había logrado conmoverla. Lo veía dormir imaginando cuantas
veces tendría que hacer esto con una vida a su lado. Cuantas veces tendría que
rescatarlo de su negra sed. Cuantas tardes, noches, estaría sentada mirando su
sueño… mientras su propia vida pasaba a su lado. Una vez, se dijo. Solo hoy.
Suspiro
como tragándose todo el aire del lugar para devolverlo liviano y limpio. Dio
algunas vueltas, reacomodó los adornos de yeso pintado sobre la cómoda,
descorrió las cortinas, las volvió a correr, sacó dos o tres pelusas que había
sobre las frazadas, cerró bien las puertas del armario, agarró el libro de
Cortázar que había debajo de la cama, leyó:
“que palabra, <ahora>, que estúpida mentira”
Y riendo de las ironías del destino, agarró su
sacón enorme, se envolvió en su bufanda y de un portazo, apretó el play en su
vida.
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