Íbamos
caminando por la orilla de una playa, cuando a lo lejos encontramos un barco
encallado, en ruinas.
Y vos,
hija, me preguntaste “¿Qué le habría
pasado?”
Después
de vagar siglos, por las mareas del océano, este barquito vacío vino a encallar
en estas playas, donde justo, nosotras caminamos, sólo para que yo te pueda
contar esta historia.
Historia
inventada a medias… de un marino rabioso, que una vez amó.
¡Ah! Pero
este marino, hija, no era como vos y yo. Este marino era un gato.
Un gato
bastante antipático.
Le
encantaba estar en su barco, viajando por continentes… no tanto para conocerlos
(porque de tierra firme, pocas cosas le atraían), sino por el agua en sí.
A Mufa,
que así se llamaba, le encantaba estar sobre el vaivén de las olas. Sentir la
brisa mover su pelaje. Incluso cuando las nubes le tapaban el sol y todo
parecía más siniestro. Porque a Mufa, no le gustaba la gente.
Le
molestaba tener que hablarles, o que le
hablaran. Por supuesto que todo tiene una razón, Mufa había nacido negro. Y ya
sabés lo que dicen…
¡Los gatos negros, traen mala suerte!
Y este
gatito creció creyendo que era cierto.
Nadie en
su familia pasaba tiempo con él. Lo alimentaban rapidito. Casi no le hablaban.
Lo dejaban siempre solo. No porque no lo quisieran, sino por que le tenían
miedo. Pero Mufa, no entendía eso. Sentía que algo debía andar muy mal con él.
Entonces,
los odio a todos. Creció enojado. Solo. Sin amigos. Sin abrazos. Y si ningún
talento para relacionarse con los demás. Hablando con pocas palabras. Mirando
siempre de lejos.
En el
agua, sin embargo, se relajaba. Porque, como sabes, hija, todos los gatos le
tienen miedo al agua. A Mufa le pareció muy lógico encontrarse cómodo en un
lugar que a otros les parecía tan horroroso.
¿Y sabes
qué, hija?
Mufa
pensaba que el mar era maravilloso. Le encantaba. Lo calmaba. En el mar, Mufa
era Capitán de un barco. En tierra firme, Mufa, era el gato que daba mala
suerte.
Pasó el
tiempo, y Mufa se hizo adulto. Un día conoció a una gatita, que no huyó apenas lo
vio. Y si bien, Mufa no la adoraba (de hecho, le caía bastante mal), decidió
que era su mejor oportunidad para tener su propia familia. Así que, se casó con
ella. Y tuvieron un gatito.
“¿Cómo se llamaba?”
Se
llamaba Dulce.
Sin
embargo, este no era un final feliz para Mufa. El pequeño Dulce creció, teniendo
miedo a su papá. Y Mufa no se le acercaba porque veía el terror en sus ojos.
Entonces, se alejaba cada vez más de su familia. Se quedaba muy poco tiempo, en
su casita en el bosque. Y siempre volvía al puerto, a su barco. Y hacía largos
viajes en silencio. Con el murmullo de las olas.
Dulce, el
hijo de Mufa, creció y se convirtió en un gato súper amable, paciente y atento.
Sin embargo había una gran distancia entre ellos. No lograban relacionarse.
Después
de un tiempo, Dulce conoció a una gatita muy pequeña (que se llamaba Tití) y a
su joven madre. Y Dulce se enamoró. Cuando las conoció, supo en su corazón, que
ellas dos eran su familia. Eran muy felices viviendo los tres juntos.
Hasta que
llegó el día en que Mufa volvía de uno de sus largos viajes en el mar, para
encontrar que en su casa había nuevas personas. A la primera que conoció fue a
la pequeña Tití. Y para sorpresa de Mufa, la gatita no tuvo miedo.
Porque lo
que no te dije, hija, es que Tití también era negra como la noche. Pero nadie
le había dicho jamás que ella daba mala suerte. Al contario, estaba
acostumbrada a muchos mimos y atenciones.
Mufa no
recordaba en su memoria de gato viejo, que alguien lo hubiera mirado con la
misma intensidad que esa gatita. Con la misma inocencia. Y sobre todo, con la
misma confianza.
Con sus
ojitos enormes, lo capturó. Y Mufa sintió unos deseos irrefrenables de jugar
con ella y hacerla feliz.
Nadie
había escuchado a Mufa reír a carcajadas, pero Tití lo lograba fácilmente. La
pequeña gatita conseguía cierta magia con él, había como un secreto entre
ellos.
Y para
sorpresa de toda la familia, Mufa ya no viajaba tanto. Pasaba mucho más tiempo
en casa, y si bien, no hablaba mucho con los otros, cambiaba bastante cuando
estaba con Tití.
“¿Se transformó en su abuelo?”
Claro,
hija. Mufa ahora tenía una nieta. Pasaron muchos años, y Mufa se hizo muy
viejito. Un día enfermó y ya no pudo recuperarse. Tití lo acompañó todo el
tiempo. Ella le contaba historias, le leía cuentos. Lo entretenía con anécdotas
graciosas…
Hasta que un día, Mufa murió.
Tití se
puso muy triste, y estuvo enojada muchos días. No hablaba con nadie, ya no
reía.
Entonces,
Dulce habló con ella.
“Estaba muy triste, mamá.”
Sí, hija.
Pero lo que Tití no sabía, es que ella le había regalado lo más hermoso que
alguien le puede dar a otro. Y fue la capacidad de amar. Tití iluminó la vida
de Mufa, llenándola de risas, de color, de frescura. Mufa jamás volvió a
sentirse solo después de conocerla. Y murió feliz. Porque se sintió amado y
cuidado por ella. Sintió que era importante. El nunca había sentido eso.
Cuando
Dulce se lo explicó, Tití se sintió en paz. Y de a poquito, volvió a reír y a
jugar. Y a tratar de contagiar esa alegría a otros, porque entendió lo maravilloso
que puede ser encontrar una cara amable en un mundo de miedos.
“¿Y qué pasó con Tití mamá?”
Tití
creció hija. Y tuvo hijos. Y fue feliz. Y de vez en cuando pasea con alguno de
ellos y les cuenta historias también, mientras caminan por alguna playa. Una
playa casi como esta.
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