La lluvia
me predispone a otras cosas. Me obliga a mirar a mi alrededor en instinto de
supervivencia. A ver por los míos y su seguridad.
Me obliga a
enfriar la cabeza, y mantener la calma. A permanecer en vigilia, con ágil
expectación.
A confiar,
en un punto y dejarme arrastrar por la corriente.
Sin
opciones. Domesticando mi espíritu. Encausándome un poco. Mandándome a callar…
Su fuerza
me contiene, sin cegarme, sin romperme. Haciéndome consciente de mi lugar. De mi
mínima presencia.
Sumisamente
predispuesta a luchar. Volviendo feroz, mi grito apagado. Al acecho del
silencio, a la vera de mi paz.
La misma
lluvia en su susurro, me cuenta cosas nuevas, que todavía no despiertan y están
llenas de “quizás”.
Es cuando
mi mente se dispara, cuando encuentra esa comodidad del ritmo conocido, donde
me voy a mundos nuevos y donde soy lo que me plazca. Con la seguridad del
prejuicio eliminado, soy débil o soy insegura. Sin temer defraudarme. Con la
mera comprensión de ser.
La lluvia
me despierta, me seduce, me transporta y a veces, me lleva a pasear.
Y en la
bruta necesidad, surge inocente, ese hambre voraz de otro. Para no dejarlo
anclar.
Y en ese
milagro de la creación del pensamiento, en esa maravilla rabiosa y violenta, va
surgiendo desde las vísceras, dejando la ebullición bajo la superficie,
opacando de a poco la vista, el olfato, el oído. Hecha un cuerpo ausente que
maquina metamorfosis de la nada. Y que a la nada va.
La magia
que reside en el sonido que cae, me invita a un sueño de letras que es difícil
rechazar.
Y con la
certeza del placer, me dejo. Y voy durmiendo presentes, para despertarlos más
allá.
Dispuesta a
no saber, dispuesta a no encontrar, dispuesta a no ver, dispuesta incluso a no
ser… Para que nazca algo más.
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