Con mis
manos hice una muñeca para vos. Rosadita, de gesto imperfecto, de zapatos
azules y vestido haciendo juego, de brazos flacos y trenzas escuetas. Con
ojitos cerrados y una sonrisa grotesca.
La amaste, desde la primera vez que la
tuviste en tus brazos la amaste.
Y me gustó
tu alegría… Pero me daba vergüenza, porque a mis ojos, la muñeca era fea. Era
flaca. Era burda. Era triste.
Y en lugar
de llenarme de tu gozo, empecé a idear el momento para arreglar sus defectos, buscando
tu distracción para robar a tu amiga y mejorarla.
Cuando lo
conseguí, cambié sus ojos cerrados, por
unos simpáticos ojos grandes llenos de luz.
Cambié su
sonrisa grotesca, por un delicado gesto amable con una boca pequeña.
Cambié su
vestido, agregué moños a su pelo simplón…
Y te la
entregué, esperando el doble de devoción a tu magnífica amiga.
Pero lo que
percibiste al verla fue deformidad y se reflejó en la calidad de tu grito.
Un grito de
impotencia, cargado de lágrimas.
Un grito de
acusación.
Un grito de
abuso.
Un grito de
traición.
Me rompió
el corazón.
No quisiste
mirarla, no quisiste tocarla. Llorabas sin consuelo.
Yo había
matado a TU AMIGA.
Arranqué
sus ingenuos ojitos cerrados, que en mis manos no eran más que hilos enredados.
Ojitos que ya habían compartido tu sueño, confiando en tu compañía.
Suprimí su
boca, esa que seguro ya te había hablado de hadas y duendes, sólo para coserle
una que a mis ojos diera satisfacción.
Cambié su
cabeza… ¡hasta su identidad hice trizas vistiéndola como lo que no era!
Invadí tu
espacio, hija. Tu amor por esa muñeca. La maté, te robé su amor.
No supe ver
que en todo lo que yo veía fealdad y ridículo, encontrabas armonía, amor, seguridad.
La creé con
mis manos, y con mis manos la maté.
No puedo
explicar las veces que intenté revivirla para vos, las veces que ensayé la
ingenuidad de sus ojitos cerrados o su sonrisa enorme. Ni cómo traté vestirla
como antes.
Cómo vos la
veías.
Tantas
tardes pasé tejiendo y destejiendo tu amistad…
Lo sé, fui
yo.
Perdoname.
Sintiéndome
la peor madre del universo, por última vez, cerré sus ojitos, dibujé su gran
sonrisa, rehice su vestido. Y la dejé sobre la mesa. Rendida en mi impotencia.
Hija, vos
la viste.
Te
acercaste, interrogante… La miraste y con una gran sonrisa de alivio, de júbilo…
la abrazaste.
Lloré al
ver que vos veías la esperanza. De que a pesar de todas las veces que tu muñeca
había cambiado, encontraste en ella eso que te surgió la primera vez.
Lloré al
entender, que no importa lo que otros digan, sino lo que vos sientas.
Lloré al
aceptar que mi vanidad me hace cometer los errores más tristes.
Lloré
porque una vez más, me enseñabas lo pequeña que soy al lado tuyo.
Lloré,
hija, porque me perdonaste.
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