Cientos de
demonios, en el auge de su aquelarre, danzantes, eufóricos en su horror,
bañados en sangre excitados, hambrientos, furiosos. Envueltos en una parca
oscuridad, salpicada por las llamas del mismísimo infierno. El espectáculo era
sencillamente hipnótico.
Tanta pasión,
tanta desesperación.
Y este ángel
que cubría su luz con un enorme sobretodo negro, solo para espiar. Trataba con
todo su ser y no lograba entender.
¿Qué tendría
de fascinante aquello?
Todo ese ruido,
la sangre, demonios devorándose, montándose unos a otros. Cientos de cuerpos
confundidos y zigzagueantes. El placer de sus caras, el disfrute ante el dolor
propio y ajeno…
Uno en
particular, aquel de piel morada y andar sensual, que reía y gritaba de
felicidad eufórica.
Ese, al que
le brillaban los ojos, cada vez que se arrancaban un miembro.
Ese, que
disfrutaba más que los otros.
Ese que
aspiraba el aire viciado de carne rostizada, como si fuera el más dulce de los
perfumes…
¡Ay! Ese.
Y aquí
nuestro ángel, con sus ojos aguamarina, tratando de entrar en la esencia del
demonio.
Se hizo
sentir, se dejó conocer por su admirado. Y con una respuesta silenciosa, ese
demonio buscó la mirada aguamarina y le sonrió…
Fue una
sonrisa incitante, como de alguien que comprende. Fue cómplice y sensual, Sucio
y entusiasta.
Más,
nuestro ángel no tenía más talento que su luz. Con necesidades nulas y por
completo desprendido de todo ser o cosa. Sin ningún apego o talento o (vale
decir) pasión. Toda esta exacerbada demostración le resultaba fascinante. O así
habría sido, de haber tenido la capacidad de asombro.
Lo que
sintió el demonio venir desde este híbrido curioso fue algo muy parecido a la
envidia y regocijándose hasta la médula culminó en un frenesí caníbal ante esta
sensación de poder sobre el iluminado.
Y entre la incomprensión
de uno y el triunfo del otro, entre la franca crueldad y la forzada piedad hubo
un instante de entrega mutua. Una visión sostenida de ambos en profunda y recíproca
fascinación. Entre los silencios de uno y los estruendos del otro, se creó
(inevitable) un magnetismo armónico, donde uno era más y otro era menos.
Se
pertenecieron.
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