viernes, 2 de agosto de 2013

Demonio y Ángel



Cientos de demonios, en el auge de su aquelarre, danzantes, eufóricos en su horror, bañados en sangre excitados, hambrientos, furiosos. Envueltos en una parca oscuridad, salpicada por las llamas del mismísimo infierno. El espectáculo era sencillamente hipnótico.
Tanta pasión, tanta desesperación.
Y este ángel que cubría su luz con un enorme sobretodo negro, solo para espiar. Trataba con todo su ser y no lograba entender.
¿Qué tendría de fascinante aquello?
Todo ese ruido, la sangre, demonios devorándose, montándose unos a otros. Cientos de cuerpos confundidos y zigzagueantes. El placer de sus caras, el disfrute ante el dolor propio y ajeno…
Uno en particular, aquel de piel morada y andar sensual, que reía y gritaba de felicidad eufórica.
Ese, al que le brillaban los ojos, cada vez que se arrancaban un miembro.
Ese, que disfrutaba más que los otros.
Ese que aspiraba el aire viciado de carne rostizada, como si fuera el más dulce de los perfumes…
¡Ay! Ese.
Y aquí nuestro ángel, con sus ojos aguamarina, tratando de entrar en la esencia del demonio.
Se hizo sentir, se dejó conocer por su admirado. Y con una respuesta silenciosa, ese demonio buscó la mirada aguamarina y le sonrió…
Fue una sonrisa incitante, como de alguien que comprende. Fue cómplice y sensual, Sucio y entusiasta.
Más, nuestro ángel no tenía más talento que su luz. Con necesidades nulas y por completo desprendido de todo ser o cosa. Sin ningún apego o talento o (vale decir) pasión. Toda esta exacerbada demostración le resultaba fascinante. O así habría sido, de haber tenido la capacidad de asombro.
Lo que sintió el demonio venir desde este híbrido curioso fue algo muy parecido a la envidia y regocijándose hasta la médula culminó en un frenesí caníbal ante esta sensación de poder sobre el iluminado.
Y entre la incomprensión de uno y el triunfo del otro, entre la franca crueldad y la forzada piedad hubo un instante de entrega mutua. Una visión sostenida de ambos en profunda y recíproca fascinación. Entre los silencios de uno y los estruendos del otro, se creó (inevitable) un magnetismo armónico, donde uno era más y otro era menos.


Se pertenecieron. 

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