lunes, 12 de agosto de 2013

El Día que el Cuento se Rompió.

Y me quede un rato con mi larga trenza mirando el balcón. Y esperé. Por un tiempo no pasó nada. Todo igual. ¡Y mi torre parecía tan alta! Comencé a aburrirme. Deje caer el rollo pesado de esa trenza eterna, siempre dispuesta para quien quisiera escalar la torre. Ya caminando en círculos dentro de mi “pequeña” estancia. Llena de mis libros favoritos, calentita, con mi mullida cama y mis encantadoras cortinas…
Me acerqué al espejo. Pude ver que era hermosa. ¿Quién no querría estar conmigo?
Seguí mirando, pude entender que era inteligente. ¿Quién me evitaría acaso?
Pude darme cuenta que era encantadora ¿Quién no vendría a buscarme si siempre tengo una palabra amable?
Seguí mirando y vi también que era simpática, elocuente, decidida, firme, tierna, graciosa, ingenua, valiente, valiosa. ¿Para que, entonces, seguía esperando?
Mire a través de mi ventana y pude ver ese horrible cielo tempestuoso, lleno de grises y azules intensos y ese dragón empecinado rondando ese azul… y algo pasó. Algo cambio en mí.
Ese horizonte me sedujo.
Cansada de ver a aquel dragón comprendí que no era miedo lo que sentía, sino que estaba acostumbrada a su presencia de aquel lado.
Busque unas tijeras, me corte la estúpida trenza. Y me sentí libre y floté un instante. Con la sonrisa llena, y el pecho repleto de coraje, abrí la puerta de mi habitación y comencé a bajar las angostísimas escaleras espiraladas, presa de una euforia atroz. Dando vueltas sin sentido, casi sin aliento llegue al magnífico patio en ruinas.
Y me vió, aquel gigante alado supo lo que iba a hacer. Por un segundo vi el terror en sus ojos. Pero no lo detuvo, avanzo hacia mí en un rugido y con un zarpaso me tiro hacia dentro otra vez.
Rasgó mi preciosísimo vestido púrpura, con mis moños de raso rosa deshechos.
Lloré y pensé seriamente en volver a subir.

¡No!

Furiosa por mi atuendo, le saque al cadáver huesudo aquella espada que no parecía tan pesada, pero lo era, y sosteniéndola con fuerza empecé a cortar el aire a ami alrededor. El dragón se acercó a mí lo suficiente como para que lo hiriera y la sangre salpico mi cara. La sorpresa lo distrajo lo suficiente para poder lastimarle un ala al caer. Escupió fuego y aterrorizada clave la oportuna espada en su lomo.
Puedo jurar que vi amor en sus ojos antes de que la luz se opacara en ellos.
Lloré también, por haber matado a la única compañía que había tenido a cambio de mi libertad. Y empecé a entender que tan alto podría ser el precio. Un rencor anidó en mi, pequeño al principio, hacia aquel príncipe que no llegó nunca y hacia aquel caballero que se dejó matar.
Una vez más, considere abandonar todo y volver a mi cálida estancia, llena de mis libros favoritos, mi cama mullida y mis encantadoras cortinas.

¡No!

Sacudí mi ropa, como si la sangre ya no estuviera ahí, como si el polvo de mi cara no importara, como si mi pelo no fuera un completo desastre.
Caminé hacia las altas murallas. No había puertas. Escalé, cayendo mil veces, raspándome los codos y rodillas unas quinientas veces y después de haber perdido todas las uñas, llegué arriba.
No tenía opción. No podía bajar de otra manera: me tiré.
En un grito mis piernas fallaron y caí de bruces sobre el pasto. Con los tobillos hinchados, pensé otra vez, en aquel cobarde príncipe que nunca fue a buscarme.
Arrastrando seguí camino, ya sin considerar en volver. Porque de ninguna manera iba a escalar esa muralla de nuevo.
Ante mi crecían unos rosales magníficos, con un perfume abrumador, un rojo casi cruel. Y unas espinas…
Rengueando y con los antebrazos en la cara para proteger algo de mi belleza, comencé a avanzar. Las heridas ardían y lentamente la sangre iba tiñendo mi vestido.
Lamenté seriamente no haber pasado la espada hacia este lado, para abrirme camino.
Con mi cara empapada en lágrimas y sudor, llegue a cruzarlo todo.
Por primera vez las rosas me parecieron las flores más horribles que pudo haber creado Dios. Y las odie. Y odie al cobarde príncipe marmota que nunca llegó. Y odie mi estúpida esperanza de encontrarlo. Y odie mi tiempo perdido en esperarlo. Y me encontré allí, habiéndolo atravesado todo SOLA.
Y llena de cicatrices por ello.
Completamente lastimada y con mi pulcritud pérdida, comencé a anhelar esa euforia que sentí al bajar las escaleras.
Mire mis manos, antes delicadas y suaves. Ahora curtidas y sin uñas.
Miré mi vestido, antes hermoso y correcto, ahora puras hilachas sueltas, bañadas en sangre, polvo y sudor.
Miré mis cabellos, antes brillantes, largos, etéreos. Ahora áspero, sucio, desparejo.
Mis zapatos rotos y mi alma hecha pedazos.
Todo lo que yo era comenzó a morirse. Ya no más amable, elocuente, simpática. Ya no más tierna, graciosa, ingenua. Ahora independiente, autónoma, entera.
Caminé como pude, pero con ojos secos y el mentón bien alto.
Treinta o cincuenta pasos.
Un magnífico corcel se paró delante de mí dejando bajar al más maravilloso adonis de la tierra. Un deseo atroz de venganza comenzó a invadirme y pude sentir cómo la ira aplacaba mi voz. Vi compasión en sus ojos y me preguntó si podía ayudarme. “Su caballo” le dije.
“Este lugar está maldito y los animales se vuelven en contra de uno. Entre allí solo. Y no lleve armas, porque debilitan el cuerpo con su peso. Dicen que del otro lado hay una princesa que lo espera. Apúrese. Y no lleve zapatos, así le demostrará lo sagrada que es su existencia”
El muy idiota me cedió su caballo y sus zapatos. Y se fue feliz hacia la contienda.

Hoy, ya no lo espero. Ni quisiera encontrarlo. Un regocijo viene a mí, cuando pienso en las heridas que les proporcionaron las asquerosas rosas o las caídas de la muralla. Lamento todos los días haber matado al dragón, solo por no tener la fantasía de que lo hubiera devorado. He oído por ahí que hay un príncipe loco, buscando una princesa de una torre vacía. Y que visita a brujas que le conjuren un mapa o una brújula para encontrarla.
Yo solo sonrío satisfecha, porque ya no soy esa princesa dependiente del príncipe salvador. Y mis sueños son otros. Y mis alegrías también.
Pero que satisfacción siento al saber que hay un príncipe por allí, que espera impaciente que su princesa aparezca.

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