Y así fue como en medio de los acordes de una guitarra, la
amó sin locura, sin desesperación, llenando la habitación de pausas.
De profundo abrigo.
Con la luz de aquella piedra brillante, con la ternura de
los años compartidos. Con todo el conocimiento que les había regalado el dolor pasado,
la incertidumbre de la violencia, la furia del olvido.
La amo sin la prisa de la juventud, con la gracia de los
años, que te quitan el apuro. Recordando los atardeceres naranjas, las noches
sin luz, las tardes de torta-fritas, los mates y el silencio.
La amó con su olor a madre-selva y con su delantal lleno de
harina. La amó incluso en el griterío de los chicos, la amó cuando todo fue
gris y no había solución.
La amó cuando no tuvo miedo, y también cuando tuvo miedo y
se quedó.
La amó cómo cuando no los unían las palabras, ni las
fuerzas, ni las ganas.
La amó sin dejar de ver sus arrugas en el cuello, sus manos
ásperas, el cansancio en sus ojos y la sonrisa…
Con esa determinación que te regala la infinita ternura, con
la fuerza de la profunda admiración.
Incluso en la certeza del final de sus días, la amó como la primera
vez que la vio, despeinada, bajo ese árbol leyendo a Oesterheld.
Acariciando las canas de sus sienes, le dijo al oído,
mientras ella dormía “Amé la vida que compartí con vos.”
Y su luz se apagó.